Eran las siete de la noche cuando Emilia me dio el
encuentro en la pequeña oficina, de paredes anaranjadas y ambiente triste,
donde habían dos computadoras, antiguas y empolvadas, y un sinnúmero de
problemas que parecían descansar en un estante azul que se encontraba en uno de
los rincones a la espera de ser abierto por alguna solución. Emilia llevaba en
su rostro una expresión de amargura. No entendía por qué. Tampoco le interesaba
saberlo.
Se me
acercó lentamente, sin desprender la mirada. Llevaba consigo una impotencia tan
grande, que su corazón dejó de latir por unos segundos. Sus sentimientos
desaparecieron, sus pensamientos fueron aniquilados por el odio. Se había
convertido en piedra. El cariño que alguna vez juró sentir por mí se esfumó como
espuma de cerveza. Era irreconocible. Su mano avisaba la pronta llegada de una
bofetada, pero su cuerpo retenía aquel impulso del que se arrepentiría por el
resto de su vida. No sabía exactamente por qué estaba allí, pero sabía que
debía decirlo; y, tras permanecer con los pies intactos, casi como una estatua,
de su voz, que de melodiosa no tenía nada, surgieron algunas balas de plomo.
-¡Eres una
mala persona!- me dijo, sin darme alguna explicación.
Se marchó,
apresurada, después de asesinarme nuevamente, pero su sombra seguía allí,
atormentándome hasta el cansancio, como si quisiera cerciorarse de que en
realidad había muerto. Me comenzó a doler la cabeza y me dieron ganas de
llorar. Era la enésima vez que me decía la misma frase.
Entonces
decidí hablar con ella. Subí pacientemente las escaleras mientras pensaba en
aquel asesinato del que había sido víctima. Estaba desconcertado, confundido
tal vez, en busca de respuestas a preguntas que a veces surgen producto del
aburrimiento. Me sentí filósofo por unos segundos.
Tras cinco
minutos de inseguridad, dos sonidos surgieron a raíz del contacto entre mi puño
y la puerta azul, que me impedía la entrada hacia su dormitorio. Comprendí, en
ese instante, que la puerta es un claro símbolo de auto-encarcelación. Comencé
a imaginar un sinnúmero de casas, sin puertas, donde cualquier persona podía
entrar sin necesidad de una llave, ni de
permiso del dueño, o la dueña. Los jóvenes ya no necesitaban de las
ventanas para ir a las fiestas, los niños podían jugar sin necesidad de la
autorización paterna o materna. Ya nadie era víctima de violencia, porque
cualquier persona podía entrar e interrumpir inmediatamente la escena sin
necesidad de tocar algo. Un mundo sin puertas era una buena alternativa para no
sentirse rechazado, una manera de estar seguro. Pero no, tan solo era
imaginación.
Emilia no
abría. Toqué la puerta un par de veces más, sin respuesta alguna. Emilia no
abrió. Caminé entonces hacia mi dormitorio, que estaba al lado, y me senté en
medio de la desesperación. Tomé mi cuaderno de notas y empecé a escribir mis
profundos sentimientos con una letra tan pequeña, que se necesitaba de una lupa
para descifrar las palabras. Las palabras, desde ese momento, se convirtieron
en mis mejores amigas. Ya no era el perro, ni el gato, ni Marco. Eran las
palabras las que me escuchaban en los momentos más críticos, sin juzgarme ni
darme consejos. Me sentía dichoso al ser el único testigo de su nacimiento, tras
el matrimonio entre el papel y el bolígrafo.
Una gota de
lluvia cayó en medio del papel rayado y un suspiro se desprendió de mi pecho,
esparciéndose en un aire que parecía contener una inmensa pena, invisible y
visible a la vez. Ya no podía más. Había mantenido la esperanza de que mi
relación con Emilia mejorara, pero no solo dependía de mí, sino de ambos.
Ya eran cinco
días sin dirigirnos ni una sola palabra. Ya los desayunos no eran iguales, ni
los almuerzos ni las cenas. Ya nada era igual.
Mi relación amical iba de mal en peor y la palabra “comunicación”
desapareció de mi vocabulario. Una mañana, cuando me encontraba a punto de
barrer, sonó el teléfono. Caminé lentamente hacia la pequeña mesa, marrón y
vieja, y delicadamente cogí el aparato para contestar la llamada.
Me dieron una noticia que no esperaba: mi padre había
tenido un accidente.