sábado, 4 de febrero de 2017

Distancia



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Hoy la luna llena no ha iluminado
el sendero, frágil, de mi pensamiento
Será porque lejos estás de mi lado,
y porque te extraño a cada momento.

Hoy la luna llena está triste
La puedo ver, y la contemplo
Como lo hago con la soledad de la noche
y el recuerdo de cuando te fuiste.

Hoy las estrellas no han brillado
porque estás ausente, y me haces falta.
Tú tienes ese brillo que al mundo exalta, 
ese mismo del que me he enamorado

Hoy el ulule del viento trasmite nostalgia,
frialdad... pena... y melancolía
Así de melancólicos son mis días
cuando no estas aquí

¿Será porque te amo con frenesí?
¿Será porque de mi mente no puedo sacarte?
O simplemente es la distancia
que me hace más difícil dejar de amarte


Emilia



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       Eran las siete de la noche cuando Emilia me dio el encuentro en la pequeña oficina, de paredes anaranjadas y ambiente triste, donde habían dos computadoras, antiguas y empolvadas, y un sinnúmero de problemas que parecían descansar en un estante azul que se encontraba en uno de los rincones a la espera de ser abierto por alguna solución. Emilia llevaba en su rostro una expresión de amargura. No entendía por qué. Tampoco le interesaba saberlo.

      Se me acercó lentamente, sin desprender la mirada. Llevaba consigo una impotencia tan grande, que su corazón dejó de latir por unos segundos. Sus sentimientos desaparecieron, sus pensamientos fueron aniquilados por el odio. Se había convertido en piedra. El cariño que alguna vez juró sentir por mí se esfumó como espuma de cerveza. Era irreconocible. Su mano avisaba la pronta llegada de una bofetada, pero su cuerpo retenía aquel impulso del que se arrepentiría por el resto de su vida. No sabía exactamente por qué estaba allí, pero sabía que debía decirlo; y, tras permanecer con los pies intactos, casi como una estatua, de su voz, que de melodiosa no tenía nada, surgieron algunas balas de plomo.

      -¡Eres una mala persona!- me dijo, sin darme alguna explicación.

    Se marchó, apresurada, después de asesinarme nuevamente, pero su sombra seguía allí, atormentándome hasta el cansancio, como si quisiera cerciorarse de que en realidad había muerto. Me comenzó a doler la cabeza y me dieron ganas de llorar. Era la enésima vez que me decía la misma frase.

    Entonces decidí hablar con ella. Subí pacientemente las escaleras mientras pensaba en aquel asesinato del que había sido víctima. Estaba desconcertado, confundido tal vez, en busca de respuestas a preguntas que a veces surgen producto del aburrimiento. Me sentí filósofo por unos segundos.

     Tras cinco minutos de inseguridad, dos sonidos surgieron a raíz del contacto entre mi puño y la puerta azul, que me impedía la entrada hacia su dormitorio. Comprendí, en ese instante, que la puerta es un claro símbolo de auto-encarcelación. Comencé a imaginar un sinnúmero de casas, sin puertas, donde cualquier persona podía entrar sin necesidad de una llave, ni de  permiso del dueño, o la dueña. Los jóvenes ya no necesitaban de las ventanas para ir a las fiestas, los niños podían jugar sin necesidad de la autorización paterna o materna. Ya nadie era víctima de violencia, porque cualquier persona podía entrar e interrumpir inmediatamente la escena sin necesidad de tocar algo. Un mundo sin puertas era una buena alternativa para no sentirse rechazado, una manera de estar seguro. Pero no, tan solo era imaginación.

     Emilia no abría. Toqué la puerta un par de veces más, sin respuesta alguna. Emilia no abrió. Caminé entonces hacia mi dormitorio, que estaba al lado, y me senté en medio de la desesperación. Tomé mi cuaderno de notas y empecé a escribir mis profundos sentimientos con una letra tan pequeña, que se necesitaba de una lupa para descifrar las palabras. Las palabras, desde ese momento, se convirtieron en mis mejores amigas. Ya no era el perro, ni el gato, ni Marco. Eran las palabras las que me escuchaban en los momentos más críticos, sin juzgarme ni darme consejos. Me sentía dichoso al ser el único testigo de su nacimiento, tras el matrimonio entre el papel y el bolígrafo.

   Una gota de lluvia cayó en medio del papel rayado y un suspiro se desprendió de mi pecho, esparciéndose en un aire que parecía contener una inmensa pena, invisible y visible a la vez. Ya no podía más. Había mantenido la esperanza de que mi relación con Emilia mejorara, pero no solo dependía de mí, sino de ambos.

   Ya eran cinco días sin dirigirnos ni una sola palabra. Ya los desayunos no eran iguales, ni los almuerzos ni las cenas. Ya nada era igual.  Mi relación amical iba de mal en peor y la palabra “comunicación” desapareció de mi vocabulario. Una mañana, cuando me encontraba a punto de barrer, sonó el teléfono. Caminé lentamente hacia la pequeña mesa, marrón y vieja, y delicadamente cogí el aparato para contestar la llamada.

    Me dieron una noticia que no esperaba: mi padre había tenido un accidente.