¡Estás loco!- me dijo, luego de
decirle que se encontraba encarcelado. Lo veía pasar todos los días a lo largo
de la avenida “Tarapacá”, junto a su padre, cubierto por una jaula
transparente. Parecía gozar la pérdida de su libertad, se veía muy feliz. Sus
sentimientos se escondían en una cueva oscura, profunda, en la mitad de su
corazón, haciendo que sus latidos evoquen un presentimiento de muerte, una
taquicardia irremediable.
Julio, su padre, poseía las
llaves que podrían liberar al prisionero, pero las olvidaba en alguna parte de
la casa, a propósito, cada vez que salía hacia la calle, haciendo imposible que
el niño salga de esas rejas que claramente lo mantenían atrapado, pero que él
no las podía ver.
Sentía melancolía cuando lo veía
fingiendo ser feliz, aunque él no se diese cuenta que lo estaba haciendo. Me
había convertido, pues, en una especie de nano-robot, capaz de viajar a través
de ese cuerpo perdido, de esa alma confundida, en busca de respuestas
escondidas, de sentimientos fingidos, de ideas aturdidas.
Mi niñez quedó marcada por esa
oscuridad existencial, por esas preguntas sin respuestas, por esa pérdida de
libertad que no me permitía ni siquiera decir una palabra. Ahora, con algunos
años demás, sigo manteniendo el afán de ser liberado y para ello necesito que
mi padre, y las personas en general, me faciliten esa llave que tanto anhelaba
el niño y que ahora la necesito yo.