“Bienvenidos a Londres” – fue la última frase que escuché decir a la aeromoza minutos después del esperado aterrizaje, exactamente hace cinco meses con 12 días.
Nunca antes había esperado tanto
para recibir un bendito sello en mi pasaporte. Recuerdo perfectamente que un
policía aguardaba en una de las ventanillas tenebrosas y, cuando llegó mi tuno,
comenzó a hacerme preguntas en inglés que vagamente pude contestar, debido a mi
escaso conocimiento de los que muchos consideran el rey de las lenguas.
Felizmente no tuve mayores problemas y pude respirar tranquilo.
Un bus blanco esperaba en las
inmediaciones del aeropuerto, para acoger en su alma a cuarenta y dos
estudiantes, provenientes de cuarenta países, sin importar que la diversidad de
lengua o religión pudiesen causar un desorden alimenticio. De pronto el
bullicio invadió el interior de aquella máquina que no me quedó más remedio que
contemplar el bucólico ambiente de la ciudad a través de una ventana de cristal,
gruesa y un poco sucia.
Eran las siete de la noche y aún
los rayos de oro iluminaban la bella e histórica capital británica. Me parecía estar
soñando, por lo que pensé en darme una bofetada para comprobar si mi hipótesis
era cierta, pero luego me di cuenta de que no era un sueño… Era realidad.
Todos estábamos emocionados,
preguntando a cada instante ¿Qué hora es? o ¿Cuánto falta para llegar?, esperando
con ansias aquel típico recibimiento, organizado por nuestros queridos “segundos
años”.
[Continuará…]
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