lunes, 5 de noviembre de 2018

La mariposa y yo

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                       Vine a México porque así me lo ordenó mi jefe. Hace cuatro días, mientras preparaba mi maleta para asistir a una conferencia en Madrid, recibí una llamada inesperada. Era mi jefe, un hombre de unos sesenta años cuyo pasatiempo preferido es cambiarle los planes a sus trabajadores.

          - Tienes que rodar un documental sobre la celebración del “Día de los Muertos”, en Michoacán, México. El gerente del canal ha aprobado la propuesta y el presupuesto- me dijo, mientras yo intentaba procesar la repentina noticia.
           Por un momento quise reprocharle tal decisión. ¿Por qué a mí? Si Jorge, Antonio, y Sonia podían asumir tal responsabilidad, ¿por qué tuvieron que elegirme a mí? Pasé casi una hora tratando de encontrar una respuesta, pero lo único que conseguí fueron los interminables lamentos por perder la única oportunidad de conocer Madrid.
             -Deja de lamentarte, Esteban, que nada conseguirás- me dijo mi madre, horas antes de tomar el avión con destino a Morelia-. Ve tranquilo, que te estaré esperando con los brazos abiertos cuando regreses de tu viaje.
            Ya en México, y con apenas tres horas de haber dormido, comencé a elaborar el esquema del documental que se me había encargado. Por suerte, no estaba solo.  Lucía y Ana María- la camarógrafa y la asistente de producción- habían aceptado viajar a México conmigo y así ayudarme con el rodaje.
               Con el esquema en la mano, y, cuando me disponía a entrevistar a un vecino del barrio Santo Niño, una mariposa se me acercó y suspendió su vuelo para reposar, exactamente por veinte segundos, en la superficie de mi maletín. Sus alas anaranjadas me recordaron a los rayos del sol, y sus manchitas blancas captaron mi total atención, tanto así que olvidé que, al frente mío, Alberto- así se llamaba el vecino-esperaba ansioso la pronunciación de la primera pregunta.
                -Esas mariposas de brillantes alas anaranjadas son conocidas como “monarcas.” Vienen por aquí todos los años, a fines de octubre- me dijo Alberto, con total serenidad-. Dice la leyenda que estas mariposas traen en sus alas las almas de quienes yacen ya en el otro mundo.
                   -¿De quiénes?- pregunté de inmediato.
                   -De los difuntos.
             Yo nunca le había dado importancia a ese tipo de supersticiones. Tampoco había valorado las creencias y costumbres de gente de otros países. Siempre había creído que después de la muerte, se acababa todo, absolutamente todo. Y no quedaba más remedio que asumir la desaparición eterna de un cuerpo físico.
                   ¿Será por eso que mi jefe decidió enviarme hasta aquí?
             Ya por la noche del primero de noviembre, alcancé a ver nuevamente a una mariposa de alas anaranjadas. Un presentimiento me indicaba que era la misma que había reposado por veinte segundos en mi maletín hacía algunas horas. Fui a su encuentro y, para sorpresa mía, aquella mariposa permaneció inmóvil, serena, sin agitar sus brillantes alas, a pesar de mis escandalosos pasos.  
                       -¿Por qué contemplas tanto a aquella mariposa?- me preguntó Lucía.
                   -No lo sé- le respondí-. De pronto siento una conexión fuerte con este animalito. Siento que quiere decirme algo.
            -¿Estoy escuchando bien?¿O es que el cansancio me está afectando el oído también?- replicó Lucía, segundos antes de marcharse, soltando carcajadas-. Se me hace raro que creas en esas cosas- le escuché decir a lo lejos-.
               Yo también estaba sorprendido con lo que acababa de decir. Parecía que aquel encuentro con la mariposa había provocado un efecto cambiante en mi forma de ser. Y no lograba comprenderlo.
                    Y no lo comprendí hasta que dieron las diez de la noche. Habían pasado, hasta entonces, veinte minutos desde que la mariposa había alzado vuelo para no volver a mis ojos jamás, y veinte horas desde mi llegada a Morelia, Michoacán. Recibí una llamada, de esas que uno no espera, y de las que no se esperan sino sorpresas o malas noticias. Por un momento creí que era mi jefe el que llamaba, pero no, no era él, sino Carolina, mi hermanita menor.
                      -Mamá ha tenido un accidente a las ocho de la noche- me dijo, llorando desconsoladamente.
                             -¿Qué me estás diciendo?- le pregunté, nervioso.
                       -Lo que escuchas. Mamá ha tenido un accidente. La atropellaron mientras cruzaba la avenida Arequipa. El maldito chofer se dio a la fuga, y dejó a mamá tirada en el piso. La ambulancia llegó demasiado tarde.
                             - ¿Qué quieres decir, Carolina?
                             -Debes ser fuerte, hermano.
                             - ¿Qué pasa, Carolina? ¡Dime!
                             -Mamá ha muerto.
                         Aquella llamada, como la de mi jefe días atrás, cambió mi vida. Las lágrimas fueron insuficientes para expresar la amargura de no haber estado con mi madre en tal trágica situación. La pena, la maldita pena, se apoderó de mí, tanto así que hasta ahora, y más aún al leer  este recuerdo, me cuesta sobreponerme a la pérdida de mi mamita.
                     Mañana viajaré por cuarta vez a México, a hacer nuevamente un reportaje sobre el “Día de los Muertos” Esta vez iré a Sahuayo de Morelos, acompañado de Lucía- quien acaba de casarse con un mexicano-, y de Irene, la nueva jefa de prensa. Espero, desde lo más recóndito de mi corazón, encontrarme otra vez con aquella mariposa de alas anaranjadas. Espero, y no me apena decirlo, reencontrarme con mi madre otra vez.
    Fin


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