domingo, 22 de febrero de 2015

El encarcelado


¡Estás loco!- me dijo, luego de decirle que se encontraba encarcelado. Lo veía pasar todos los días a lo largo de la avenida “Tarapacá”, junto a su padre, cubierto por una jaula transparente. Parecía gozar la pérdida de su libertad, se veía muy feliz. Sus sentimientos se escondían en una cueva oscura, profunda, en la mitad de su corazón, haciendo que sus latidos evoquen un presentimiento de muerte, una taquicardia irremediable.

Julio, su padre, poseía las llaves que podrían liberar al prisionero, pero las olvidaba en alguna parte de la casa, a propósito, cada vez que salía hacia la calle, haciendo imposible que el niño salga de esas rejas que claramente lo mantenían atrapado, pero que él no las podía ver.

Sentía melancolía cuando lo veía fingiendo ser feliz, aunque él no se diese cuenta que lo estaba haciendo. Me había convertido, pues, en una especie de nano-robot, capaz de viajar a través de ese cuerpo perdido, de esa alma confundida, en busca de respuestas escondidas, de sentimientos fingidos, de ideas aturdidas.

Mi niñez quedó marcada por esa oscuridad existencial, por esas preguntas sin respuestas, por esa pérdida de libertad que no me permitía ni siquiera decir una palabra. Ahora, con algunos años demás, sigo manteniendo el afán de ser liberado y para ello necesito que mi padre, y las personas en general, me faciliten esa llave que tanto anhelaba el niño y que ahora la necesito yo.

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